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Un nuevo momento constituyente

La construcción de un nuevo balance de poder

"No es un texto legal el que cambia el Estado. Son los poderes efectivos, debidamente balanceados, los que puedan usar ese texto en un sentido constitucional".

Ivan Lanegra

Publicado: 2018-07-18


«Una sociedad en que la garantía de los derechos no se encuentra asegurada, ni la separación de poderes establecida, carece de constitución». El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa en agosto de 1789, expresa bien el significado contemporáneo y liberal de la palabra Constitución. En este sentido, no podemos dar propiamente dicho nombre, dice Michelangelo Bovero, a cualquier documento o conjunto de normas que establecen las relaciones de poder al interior de un Estado. Por lo tanto, las constituciones no nacen con la aprobación de su texto ni mueren en el momento de su derogación formal. Estos son procesos más largos que eventualmente culminan con la dación de un nuevo texto constitucional. 

Nuestra historia constitucional no puede, por lo tanto, ser el relato sucesivo de las constituciones aprobadas. Debe entenderse más por momentos o ciclos en los cuales una forma de organizar el Estado es cuestionada, por ser insatisfactoria para buena parte de la sociedad, sea esta forma constitucional o no, y se inicia un proceso político orientado a definir una nueva forma de organización. Si usamos este criterio, el momento constituyente no empezó con la convocatoria a una asamblea constituyente en 1977. Empezó realmente en el primer gobierno de Belaúnde, cuando las reglas constitucionales resultaron absolutamente incapaces de resolver la necesidad de reformas profundas, en tanto sus reglas formales eran utilizadas, por el contrario, para obstaculizar o incluso revertir cualquier intento de reforma. El golpe militar de 1968 fue una solución parcial a esta crisis -desde el punto de vista constitucional–, pues no terminó por definir las nuevas reglas para el poder. El gobierno de Morales Bermúdez tampoco fue una respuesta y, tras el paro de 1977, canalizó la crisis a través de la Asamblea Constituyente. El momento constituyente cerró en 1980 con el inicio del segundo gobierno de Belaúnde.

El nuevo momento constituyente empezó en 1989 con el triunfo de Ricardo Belmont en las elecciones de Lima Metropolitana de dicho año. Belmont, un candidato sin partido nacional, derrotó a la derecha (Fredemo), la izquierda (Izquierda Unida) y al partido oficialista (el APRA), con una votación que casi igualaba a la de sus tres principales rivales combinados. Era, como acuñó Carlos Reyna, la anunciación de Fujimori. Ante la ineficacia de los partidos en la tarea de dar respuesta a la grave crisis económica, política y social del país durante los ochenta, los votantes acudieron a los outsiders. En realidad, lo que la gente estaba dispuesta a dejar fuera era la institucionalidad formal en su conjunto. Durante dichos años, aprendieron a vivir sin ella y veían pocas razones para defenderla. Ante ello, el fujimorismo fue tanto la respuesta a la crisis como la expresión de una relación disfuncional entre los peruanos y la institucionalidad. La Constitución de 1993 fue, por lo tanto, solo una respuesta parcial a esta crisis. Es decir, introdujo una relación de poder, pero no una constitución. Las consecuencias de ello fueron años de violaciones a los derechos humanos, de corrupción generalizada y de abusos del gobierno. Por lo tanto, el nuevo momento constituyente empezó con el gobierno de transición de Valentín Paniagua y terminó con los cambios introducidos durante la gestión de Alejandro Toledo, incluyendo la creación de los gobiernos regionales. Es un caso en el cual un texto se vuelve realmente una Constitución solo años después de su promulgación. Mal que bien, este texto constitucional ha gobernado todo el período democrático, el más extenso de nuestra historia, dado que la República Aristocrática no fue realmente una democracia.

Sostengo que un nuevo momento constituyente inició el 2016. Dos hechos fueron su punto de partida. El primero, cuando, usando mecanismos formales, se impidió que un candidato presidencial importante, Julio Guzmán -quien lideraba la intención de voto- pudiera competir. El segundo, cuando el partido con mayoría absoluta en el Congreso –Fuerza Popular– decidió utilizar su poder para romper los equilibrios de poder, mientras que el Poder Ejecutivo renunció o utilizó con suma timidez las herramientas constitucionales a su alcance. Recientemente Steven Levistky y Daniel Ziblatt han sostenido que uno de los factores que debilitan las democracias es el uso imprudente de los poderes constitucionales por parte de los políticos. El ejercicio de dichos poderes requiere prudencia, autocontrol, pues de lo contrario terminan minando los balances de poder y afectando la protección de los derechos. La censura sin mayor fundamento de ministros, la amenaza sin base (al menos inicialmente) de la vacancia presidencial, el abuso del poder contra las minorías parlamentarias, el uso del indulto presidencial como herramienta de negociación política, etc., son ejemplos de ello. Los escándalos sobre el financiamiento ilícito a los partidos políticos de empresas vinculada a graves casos de corrupción, y el reciente caso de corrupción generalizada en el sistema de justicia, son otras expresiones de esta crisis.

No obstante, no estamos sino al inicio de este nuevo momento constituyente. Y como hemos sostenido, el mismo no inicia ni acaba necesariamente con un nuevo texto constitucional. Lo que es claro, es que las relaciones de poder al interior de nuestro Estado –en relación con los actores privados y sociales, sean formales, informales e ilegales– no asegura un adecuado balance de los poderes que garantice la defensa de los derechos civiles, políticos y sociales. Un hito crucial de este nuevo momento será los intentos de reforma del sistema de justicia, y el desarrollo de mecanismos para la lucha contra la corrupción y el crimen. Pero deberá extenderse también hacia la construcción de un nuevo balance entre el ejecutivo y el parlamento, así como brindar una respuesta más clara al gran tema nacional del siglo XXI: el Perú informal y su relación con lo formal y lo ilegal. No hay, en estos momentos, ninguna claridad ni sobre el sentido de las respuestas, ni sobre el tiempo que demorará su concreción, ni siquiera sobre si habrá finalmente una nueva Constitución. Debemos recordar que no es un texto legal el que cambia al Estado. Son los poderes efectivos, debidamente balanceados, los que pueden usar ese texto en un sentido constitucional. Por esa razón, aprobar una constitución no significa que haya realmente una. Todo esto dependerá de las decisiones que los actores políticos tomen en los siguientes años. 


Escrito por

Ivan Lanegra

Enseño ciencia política en la PUCP y en la Universidad del Pacífico. Tras 20 años en el Estado, intento escribir con simplicidad sobre él.


Publicado en

Ensayos de Estado

Textos breves sobre política, Estado y gestión pública