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The Irish House of Commons por Francis Wheatley, 1780

La disolución de las dudas

¿Por qué la eventual disolución del Congreso no puede compararse a lo ocurrido en 1992? ¿Qué consecuencias políticas traería?

Publicado: 2016-12-11

El 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori disolvió las dos cámaras del Congreso de la República. La de senadores y la de diputados. Esto fue la culminación de una estrategia política que buscó agregar al desprestigio de la política y del parlamento la acusación de obstrucción e ingobernabilidad. Sin embargo, la Constitución de 1979, en ese momento vigente, solo permitía disolver la Cámara de Diputados cuando se hubiera censurado o negado la confianza a tres Consejos de Ministros.  

Lo que hizo Fujimori fue, por lo tanto, contrario a la Constitución: disolvió la Cámara de Senadores y no se habían cumplido las condiciones para la disolución de la Cámara de Diputados. Fue un Golpe de Estado y a partir de dicho momento se convirtió en un dictador. Además, Fujimori tomó el control, inconstitucionalmente, de los otros poderes del Estado. La huella de esta acción ilegal e ilegítima se encuentra en la Constitución de 1993, la cual introdujo la facultad presidencial de disolver la única cámara del Congreso.

La disolución del parlamento es extraña a los regímenes en los cuales la cabeza del Gobierno es el Presidente de la República, quien accede al cargo por elección popular. Pero es propia de los regímenes en los cuales el parlamento forma al Gobierno. En estos casos, el Gobierno y el Parlamento dirimen una controversia política apelando a la decisión popular. Tras las elecciones, el nuevo parlamento, de ser favorable al Gobierno, le dará a este las condiciones para gobernar. De lo contrario, el Gobierno deberá dimitir.

En el Perú, la actual Constitución señala que el Presidente puede –no debe – disolver el Congreso en el supuesto de que éste censurara o negara la confianza a dos Consejos de Ministros. Antes de los cuatro meses de la fecha de la disolución, deberán celebrarse nuevas elecciones parlamentarias. Entretanto el Gobierno legislará mediante Decretos de Urgencia, dando cuenta a la Comisión Permanente, la cual no puede ser disuelta y que se mantendrá en funciones hasta la instalación del nuevo Congreso.

El congreso extraordinariamente así elegido, sustituirá al disuelto y completará el período parlamentario (2016-2021), pudiendo «censurar al Consejo de Ministros, o negarle la cuestión de confianza» tras la exposición que el Presidente del Consejo realice dando cuenta de los actos que el Poder Ejecutivo realizó durante el período sin parlamento. Pero, si las elecciones no se realizaran dentro del plazo de cuatro meses, «el Congreso disuelto se reúne de pleno derecho, recobra sus facultades, y destituye al Consejo de Ministros. Ninguno de los miembros de éste puede ser nombrado nuevamente ministro durante el resto del período presidencial».

En todos los supuestos, el Presidente de la República se mantiene en el cargo. Solo el Consejo de Ministros sufriría las consecuencias de estas decisiones. Por ello, la disolución del Congreso, bajo las reglas señaladas, constituye una facultad constitucional que nuestro régimen democrático ha previsto. No es posible comparar su eventual utilización con lo ocurrido en 1992. El Presidente Kuczynski, de usar dicha potestad, seguirá siendo un Presidente Constitucional y democrático.

Sin embargo, la disolución es un acto político de la mayor relevancia. Los escenarios que abre son variados y azarosos. En primer lugar, está el tema del respaldo público a la decisión. Para ello, el gobierno necesita demostrar que existen buenas razones que la sustentan. Necesita no solo alegar que la disolución fue una respuesta a las acciones de obstrucción al gobierno –algo ya de por sí negativo– sino mostrar que aquel era el único camino para evitar un daño mayor a la democracia. Esto demanda estrategia y comunicación política. Y la búsqueda de aliados con capacidad de movilización.

Luego, es indispensable una plan de acción tras la disolución. Para empezar, para gobernar durante los 4 o 5 meses en que no tendrá parlamento. La ciudadanía esperaría decisiones céleres y eficaces para atender los distintos problemas de la agenda pública. Toda la responsabilidad recaerá en el gobierno. Y los opositores no se quedarán de brazos cruzados y serán muy duros contra el aparato gubernamental. Más en el contexto de una campaña electoral parlamentaria realizada sin la compañía de la elección presidencial. La primera vez en lo que va de la vigencia de la actual Constitución.

Desde luego, el gobierno necesita participar de las nuevas elecciones parlamentarias e intentar tener no solo un buen desempeño, sino esperar que los opositores no resulten reforzados tras ella. El resultado óptimo para el gobierno sería una composición parlamentaria más favorable a sus objetivos gubernamentales. ¿Es posible calcular hoy qué pasaría? Difícil. Pero es probable que Fuerza Popular consiga repetir un número importante de parlamentarios. ¿Están listas las otras fuerzas políticas para una nueva campaña? ¿Y qué pasa si tras las elecciones el gobierno es derrotado gravemente en las elecciones? Como ya dijimos, el Presidente de la República no se vería afectado legalmente. Pero sí políticamente. Su situación sería precaria a falta de 4 años de gobierno.

La disolución del Congreso, en conclusión, es –a diferencia de 1992– una facultad constitucional y democrática. Su posible utilización es legal y legítima. La discusión no es esa, sino su uso en el marco de una compleja estrategia política. Es claro que el gobierno necesita estar listo para acudir a todas las herramientas que le ofrece al Presidente nuestro régimen político, en particular cuando está en juego la relación gobierno/oposición de los próximos cuatro años. Usar la disolución sin una estrategia clara puede terminar agravando los problemas. La primera cuestión que el gobierno debe definir no es, por lo tanto, si debe o no dejar abierta la cuestión de una eventual disolución parlamentaria. Lo primero que debe definir es una estrategia para enfrentar a la oposición bajo las condiciones desfavorables actuales. Algo que requerirá, como diría el viejo Maquiavelo, de astucia, fuerza y audacia. ¿Habrán leído El Príncipe?

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Escrito por

Ivan Lanegra

Enseño ciencia política en la PUCP y en la Universidad del Pacífico. Tras 20 años en el Estado, intento escribir con simplicidad sobre él.


Publicado en

Ensayos de Estado

Textos breves sobre política, Estado y gestión pública